martes, 2 de marzo de 2010

Confesiones del Lecho Mortuorio

Epitafio: Galilea nació, vivió y murió, y aquel que no baile en su tumba es pupú de perro.

La tía abuela Galilea era una doña muy jocosa, salió corriendo de España a los 12 años, porque la menstruación era un tema de comunistas.

Se instaló en Carayaca, donde su padre se dedicó a la cría de cerdos con la ayuda de sus paisanos, para luego convertirse en el presidente de una de las principales charcuteras del país.

Se casó con un canario de 4ta generación, que si bien no cantaba, siempre traía el pan para la casa.

Tuvo hijos y los hecho "pa'lante". Se graduaron y se casaron, por lo que pudo alquilar sus habitaciones a estudiantes que venían del interior- nunca dejó de ser maternal.

Después del fallecimiento del tío Alfonzo, Galilea alquilaba sus habitaciones ya más por gusto que por necesidad. Le dió asilo a artistas que hoy son venerados y la recuerdan con amor por los pasteles que les preparaba.

Galilea no pedía depósito, sino cuadros. Ahorita de valor incalculable, y unos pocos exibidos al lado de la cónsola de teléfono de la casa de uno de sus hijos.

Moderna y vivaracha, no le daba asco sentarse en el gran café con los intelectuales, donde demostraba que no se necesitaba estudiar en La Sorbona para hablar paja de la vida.

La doñita nunca se cayó nada, si bien nunca presidió condominio o junta vecinal alguna, forjó las bases de lo que la gente recuerda como una era solidaria.

En sillas de rueda y con una artritis que no le dejaba dormir, marchó y protestó... Porque ella no es pendeja.

Ahora que nos ha dejado la tía abuela, no tiene una plaza en su honor o una placa en una esquina del centro; sólo vive la llama del consejo tácito que dio a mas de uno... Siempre habrá un mañana.

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